Pedro Medina Reinón1

Recibido: 15/9/2022 – Aceptado: 16/12/2022 –
Publicado: Abril/2023

Licenciado en Filosofía por la Universidad de
Murcia (1996) y Doctor en Ciencias de la Cultura
por la Scuola Internazionale di Alti Studi de
Módena (2001), es comisario y crítico de arte
contemporáneo. Ha sido Director del Área Cultural
del IED Madrid (2006-13) y de la Editorial
IED (2013-19). Actualmente es docente en el
IED Turín.  Entre sus publicaciones, destacan La muerte de Virgilio (2006) e Islarios de contemporaneidad (2021); además, escribe habitualmente en Artecontexto.

Resumen
La «utilidad» es un concepto que hunde sus raíces en la ideología del progreso, que conlleva un elogio de la productividad, desarrollada siempre en estrecha relación con los avances tecnológicos. Analizar el paradigma actual en términos de velocidad y desequilibrio es el punto de partida de este estudio, para plantear diversas cuestiones que conciernen al imperativo tecnológico que domina nuestra sociedad. A partir de aquí, se aborda el ámbito de la creación para detectar un problema específico derivado de la hiperreproductibilidad digital: el indiferenciado «continuo global de la imagen». Tras examinar este concepto, se identificarán diversas estrategias para conseguir la distancia crítica necesaria que permita al espectador salir de este continuum. Es ahí donde aparecerán diversas formas de «interrupción» y la propuesta de retomar un concepto de Walter Benjamin, la «recepción en estado de distracción», para reflexionar sobre la dimensión política que abre.
Palabras clave: Utilidad, continuo global de la imagen, interrupción, artes visuales, recepción en estado de distracción

[en] Critical Positions Towards the Productivity Society

Abstract
«Utility» is a concept that has its roots in the ideology of progress, which entails a praise of productivity, always developed in close relation to technological evolution. Analyzing the current paradigm in terms of speed and imbalance is the starting point of this study which purpose is to raise various questions in the dilemma of the technological imperative that dominates our society. Then we approach the field of  creation to detect a specific problem derived from digital hyper-reproducibility: the undifferentiated «global continuum of the image». After analyzing this concept, different strategies are individualized in order to achieve the necessary critical distance that allows viewers to get out of this continuum. This is where various forms of «interruption» appear and one of the proposals is to applicate Walter Benjamin’s concept «reception in distraction» in order to reflect on the political dimension that it opens.
Keywords: Utility, global continuum of the image, interruption, visual arts, reception in distraction

1. Istituto Europeo di Design di Torino
pedromedinareinon@gmail.com
ORCID: 0000-0002-9865-769X

Medina Reinón, P. (2023). Posicionamientos críticos frente a la sociedad de la productividad. ¬Accesos. Revista de investigación artística (6), 70-79.

Lo «útil» se dice de múltiples formas, entendido según una dimensión económica, social, pragmática, moral…

«En general se llama “útil” a todo lo que puede servir para algo. En este sentido algo útil es algo “instrumental” y por eso se llama «útil» (…) a un instrumento o a un utensilio. Más específicamente se llama “útil” a todo lo que sirve para satisfacer necesidades humanas» (Ferrater Mora, 1991, p. 3360).

Plantear una discusión en torno a prácticas artísticas-creativas y la posible utilidad o no de las mismas remite a varias polémicas, como la diferencia entre obras artísticas y las pertenecientes a una «cultura del proyecto» –como la arquitectura, el diseño…– (Medina, 2019), en las que no se entrará. No obstante, se ha de reconocer que la cultura del proyecto viene caracterizada, de partida, por  su «funcionalidad» 1, frente a ese «desinterés» reivindicado por Kant en la Crítica del juicio (1790), que sitúa el juicio estético en otra esfera distinta de la que concierne a la utilidad.

Independientemente de si las sentencias kantianas abarcan sólo la autonomía de un campo de estudio o a la esencia de las artes, limitamos el territorio de investigación a la acepción de «útil» vinculada a su origen económico, que dio lugar al utilitarismo y al elogio de lo productivo, lo que conlleva una valoración positiva del concepto, ligado a la ideología del progreso y al bienestar. Esto generó un tipo de «sociedad de la productividad» cuyas consecuencias debemos analizar, para entender el panorama en el que se insertan estas reflexiones.

Figura 1. Alÿs, F. (1997). Paradox of Praxis 1 (Sometimes Making Something
Leads to Nothing)
[Performance]. Encyclopedia Britannica | Britannica

Figura 2. Viola, B. (2002). Going Forth by Day [Instalación]. Encyclopedia Britannica | Britannica (arabeschi.it)

Además, el «mercado de masas» se basa en el continuo desarrollo de una «cultura impresa» (Briggs y Burke, 2002, p. 85), que divulga el conocimiento y que, por tanto, también multiplica extraordinariamente el número de imágenes en circulación, un fenómeno que dará lugar a la cuestión nodal sobre la que se reflexionará. Así, tanto en el marco inicial como en el examen de sus consecuencias para el universo artístico, se abordará también la posibilidad de un paisaje de inanidad y, sobre todo, de distanciamiento de los excesos de esta sociedad, especialmente en un paradigma digital que hace necesaria –como ocurre en Heidegger o McLuhan– la pregunta sobre la técnica como paso esencial para comprender la contemporaneidad.

Tiempos que corren hacia un imperativo tecnológico

Desde el siglo XIX se entra en una carrera que acelera los ritmos vitales y expande la sociedad de consumo, hasta conducirnos hoy a flujos virtuales de información y financieros que volvieron obsoleta cualquier costumbre. Fue Paul Virilio quien domicilió la velocidad en el corazón de todos los males de nuestro presente, pues domina toda la existencia, y su desconfianza en el cibermundo es un aspecto más de este problema central. Ante ello, propone en Estética de la desaparición (1980) una «dromología» o «economía política de la velocidad».

En efecto, son muchos los que han elevado a Viri lio a los altares del sentido común ante la transición hacia el universo digital y los modos del nuevo capitalismo implicados en este proceso, sobre todo cuando describe las consecuencias vitales de esa velocidad, como son la ausencia de tiempo para pensar y, sobre todo, la pérdida de distancia, que conlleva la disminución de una actitud crítica que requiere reposo y un «alejamiento» necesario. La velocidad como enfermedad es un argumento con múltiples derivas, de Ivan Illich a Harmut Rosa, pasando por otros como Simon Garfield, Jonathan Crary, Benjamin  Noys o Franco «Bifo» Berardi, que, en resumidas cuentas, explica el desquiciamiento imperante en el capitalismo tardío, construyendo un ambiente de desconfianza. Las reacciones a ello pueden ser nostálgicos «oasis de desaceleración» o la «búsqueda de silencio en la era del ruido» –como reivindica Erling Kagge–, o el elogio de la lentitud, convertido en una actitud subversiva, tal y como defienden Byung-Chul Han, Lamberto Maffei, Judy Wajcman o Antonio Fernández Vicente, entre otros.

La lentitud, la demora, la vita contemplativa o, en general, aspectos de ralentización social aparecen como mecanismos anticapitalistas y de cordura, capaces de aportar una defensa ante los agresivos flujos económicos e informativos. Ello nos debería conducir a la recuperación de un tiempo propio, alejado del productivo y de la existencia humana como mero animal laborans, como indica el popular Han 2. Se trataría de recuperar, en cierto sentido, el otium solicitado por Séneca en el De brevitate vitae (50), para la formación de la moral y la búsqueda de la virtud.

El correspondiente artístico de este posicionamiento se halla en prácticas como el pasear; de hecho, hay numerosos ejemplos de flânerie en Francis Alÿs [Fig. 1] –abordando el espacio público, épica o incluso absurdamente, para defender siempre la movilidad del cuerpo–, Hamish Fulton –donde sus obras son la materialización de la experiencia de sus paseos–, evidentemente en las derivas  situacionistas –desde las iniciales en París a las radicales de grupos como Stalker en Roma–, entre muchos otros. También se da un renacer de «estéticas de la lentitud» o de la «presencia del momento», en las que podrían inscribirse tantas videoinstalaciones de Bill Viola [Fig. 2], la mayoría de Christian Marclay –como The Clock (2010), obra con la que obtuvo el León de Oro en la Bienal de Venecia, David Claerbout, Sam Taylor-Wood o Luca Pancrazzi. Lo característico de estas obras no es su carácter narrativo, sino su voluntad de plantear al espectador una reflexión sobre los modos temporales en los que se experimentan las piezas 3.

Si bien es obvio que, en términos generales, las estrategias de desaceleración no acaban con la crisis que produce esta sociedad enloquecida, es cierto que ofrecen una vía para huir del malestar y de lo que he denominado «anomia digital» 4. Son una posibilidad de interrupción o, al menos, de suspensión transitoria del impetuoso flujo de la vida cotidiana.

En definitiva, no hay que olvidar que es la tecnología la que ha favorecido la aparición de este acelerado torrente de información y ese ritmo frenético, pero también es fruto de un ansia de productividad que logra imponer, gracias a su eficacia, un imperativo: el tecnológico. De hecho, la «inevitabilidad tecnológica» –anunciada por Naomi Klein (2007 y 2020)– se ha difundido, porque beneficia los intereses económicos de las grandes compañías.

Además, podríamos preguntarnos si no estamos ante un nuevo episodio de una constante histórica: las sospechas que despierta cada nueva tecnología. Precedentes hay muchos, como Günther Anders (1961), quien, tras el lanzamiento de la bomba atómica sobre Japón, expresó una «vergüenza prometeica» y la barbarie de la tecnología. Este juicio tiñó todo su discurso de pesimismo, lo que se tradujo en una crítica que alcanza al conjunto de nuestra cultura. Movimientos artísticos como el Grupo CoBrA adoptaron posturas similares, acudiendo a un primitivismo deliberado como consecuencia de prescindir de todos los avances en pintura que esa cultura había acumulado, como la perspectiva lineal.

En cualquier caso, conviene exponer algunos matices: cuando se observa la historia de la tecnología, desde el primer cuchillo al ordenador, es indudable que todos estos pasos han aportado beneficios a la humanidad. Sin embargo, en varias de las críticas aquí expuestas subyace una denuncia: la ausencia de neutralidad de la tecnología. En efecto, cuando se establece que un avión es contaminante, la crítica es relativa al medio, cuyo uso tiene unos efectos derivados de su modo de producción y funcionamiento; en cambio, cuando juzgo la positividad o negatividad de un cuchillo, en función de si me ayuda a cocinar o si lo empuña mi enemigo, la responsabilidad recae en el uso de la herramienta, estando implícitamente asumida la neutralidad aséptica de la tecnología. A pesar de ello, ¿no pone en duda la neutralidad del instrumento el hecho de que cada tecnología albergue determinadas potencialidades? Probablemente es ingenuo pensar que la tecnología sea inocente, pero también lo es centrarse solamente en ella y no en quien la ha generado o utiliza.

No obstante, el fenómeno que se debe afrontar no es tanto el rechazo o no de la tecnología, sino el imperativo tecnológico, cuya imposición en nuestra sociedad a menudo se ha ejecutado sin la más mínima reflexión, siempre en aras de un supuesto progreso. Al respecto, se podría considerar una lucha «contra el tecnofatalismo que obliga a aceptar de modo automático toda innovación tecnológica. Las críticas a la tecnología no han de entenderse solamente como resistencias conservadoras a las innovaciones, sino como discursos y prácticas que, en efecto, suponen reivindicaciones de emancipación y rechazo frontal de desigualdades y perversiones en cierto modo cosificadas e impensadas» (Fernández Vicente, 2019, p. 859).

En su conjunto, estas reacciones anuncian un marco de reflexión frente a las consecuencias de esta sociedad de la productividad. Examinémoslas en un ámbito más concreto.

El incesante flujo de imágenes

Según la conocida fórmula de Heidegger en 1938, vivimos  en «la época de la imagen del mundo», lo que «significa (…) que es el propio hecho de que el mundo pueda convertirse en imagen lo que caracteriza la esencia de la Edad  Moderna» (Heidegger, 1996, p. 74). A este dictamen se une época de su reproductibilidad técnica (1936), para anunciar el carácter reproducible de la imagen y la desaparición del  aura de la obra de arte. Ello posibilitó la difusión masiva  de imágenes, que se puede considerar como «democratización» del acceso a la cultura o como «polución visual» (Jay, 2007, p. 98).

Figura 3. Kessels, E. (2011). Photography in Abundance [Instalación]. Test | Phaidon

Figura 4. Sze, S. (2017). Centrifuge [Instalación]. Tanya Bonakdar Gallery

Este continuo crecimiento del flujo de imágenes pro pició un exceso que Derrida denominó «mal de archivo», manifestado por piezas como Photography in Abundance (2011) [Fig. 3], de Erik Kessels, donde imprime las miles de  fotos compartidas durante 24 horas en plataformas como Flickr, para materializar en un lugar no sólo ese exceso de producción visual, sino también una reflexión sobre lo público y lo privado. Se trata de la masificación de imágenes   presentes en la gran «pantalla global» (Lipovetsky y Se rroy, 2009) 5, sobre todo porque ya no somos espectadores  pasivos, sino también productores, lo que ha provocado productibilidad digital.

Sin embargo, nuestra participación no implica dominio. En efecto –como advirtió Jonathan Crary (2008)–, aparece una volatilización de la atención, que ha tenido como consecuencia la pérdida de la capacidad para detenernos, para guiar la mirada con juicio y precisión, sobre todo con el aumento de estímulos que supuso la llegada de la sociedad del espectáculo, que captura continuamente la mirada.

Esta globalización de las imágenes da lugar a una uniformización bajo esa gran imagen hipermediática que es ahora el mundo, donde nuestra visión corre el riesgo de extraviarse en medio de un paisaje donde todo fluye veloz, indiferenciado, sin distancia ni perspectiva. Este es el panorama que José Jiménez ha denominado un «continuo global de la imagen», que bien podría representar Centrifuge (2017) de Sara Sze [Fig. 4], una instalación que se transforma dinámicamente a medida que la recorremos, experimentando una densidad creciente que es entendida  por la artista como un estar constantemente en un «es tado de flujo» (Enwezor, 2018). Ante el mismo, la cuestión decisiva es si podemos distinguir entre distintos tipos de  imagen. En efecto, todas adquieren la misma entidad, no pudiendo apreciar diferencias ni por los procedimientos, ni los soportes, ni en los lenguajes.

José Jiménez propone distinguirlas por medio de un rasgo característico de la obra de arte: la «singularidad». Con ella incluye pautas de «discontinuidad» en ese omnipresente continuum, consiguiendo esta censura a través de la elección de un telos, un fin entendido como intencionalidad. Obtiene así una mínima taxonomía con dos tipos de imágenes: mediáticas o masivas (imagen como apariencia en la sociedad del espectáculo; es valorada en términos de repetición y fugacidad) y artísticas o con pretensión de verdad (imagen como mímesis; es valorada en términos de singularidad y permanencia): «Las imágenes masivas circulan en la continuidad, en la repetición, y son envolventes. Las imágenes artísticas, introduciendo discontinuidad, problematizan, diferencian, “singularizan” la imagen (…) Esto implica una proximidad entre las artes y el pensamiento crítico, la filosofía» (Jiménez, 2019, p. 87).

 Uno de los aspectos más relevantes de este planteamiento es la generación de pensamiento crítico. Para Jiménez, este se produce en los procesos de diferenciación de las imágenes, en los que emerge una interrogación capaz de producir una ruptura en este flujo masivo. Para ello, también recurre al concepto de poiesis, cuyo fundamento ontológico reside en su «capacidad para instaurar sentidos, significación, a través de la “reubicación formal” respecto a las experiencias prácticas y al mundo material (…) Podríamos llegar a una nueva definición del arte, de las artes, como «producción de imágenes en un universo de ficción, a través de un procedimiento de diferenciación de la imagen» (…) «En el universo de la imagen global, las artes y el pensamiento en imágenes instauran sentidos, despliegan capacidad crítica, emoción, conocimiento y libertad» (Jiménez, 2019, pp. 97s).

Es evidente que el pensamiento crítico establece cesuras y, sobre todo, nuevo sentido y significado. Por ejemplo, cuando explica Joan Fontcuberta la elaboración de un nuevo discurso para una imagen, lo hace en términos de acción artística, que crea narración y pensamiento, gracias a la voluntad de un proyecto crítico, que descubre vínculos inéditos –o «trayectos de pensamiento», como los llama Georges Didi-Huberman– entre las imágenes (Fontcuberta, 2016, p. 152).

De este modo, bien como estrategia artística o como análisis para la diferenciación de imágenes artísticas, lo relevante es el posicionamiento crítico, como camino para crear un metadiscurso que permita salir del laberinto del continuum, aportando una acción que funde una nueva epistemología visual capaz de guiarnos en el nuevo «territorio» de lo digital –como reclaman W.J.T. Mitchell, Franco «Bifo» Berardi o Geert Lovink, entre otros–. ¿Pero sobre qué base se genera esta crítica? Para el proceso de carácter desinteresado del juicio estético, que completa con otras características como la voluntad de duración y el valor de la forma en sí misma.

El destino de este discurso remite a un fin: reivindicar las artes y la filosofía como lugar necesario y privilegiado de interpretación del mundo: «En las artes encontramos “una puesta en imagen de la verdad”, de conocimiento, valores y placer…», entendida, en último término, como «crítica de la sumisión de la realidad a la apariencia» (Jiménez, 2019, p. 162).

En términos generales, comparto la preocupación sobre cómo extraer conocimiento (no información) de la ciberesfera y la búsqueda de una nueva epistemología visual, reconociendo que Jiménez proporciona cuestiones valiosas como la diferenciación de tipos de imágenes, a través de una honda interrogación de la imagen para descifrar lo que ésta encubre. Sin embargo, cabe cuestionarse algunos puntos.

En primer lugar, las imágenes de las que estamos hablando son imágenes digitales, con características diferentes (su composición por unidades gráficas, su inmaterialidad, su ubicuidad, su puesta en acto en cada dispositivo –de ahí su estar siendo, más que su ser–, incluso su autorreferencialidad…) (Medina, 2021, pp. 144-151), lo que implica la dificultad para hacerlas compatibles con un discurso que mantiene como fundamento conceptos como «verdad» que, por un lado, reclama su definición y posibilidad hoy y, por otro, remite a la centralidad de la mímesis. Sin olvidar que podría significar la condena de cualquier imagen, quedando únicamente la singularidad de obras físicas.

En segundo, la formulación «puesta en imagen de la verdad», claro homenaje a Heidegger, sitúa la experiencia estética como lugar privilegiado para captar el «sentido del ser», aunque en el filósofo alemán la verdad no es una estructura metafísicamente estable, porque es Ereignis.  Asimismo, mantiene el noble fin de «desocultar» la verdad, sin embargo, esta posición podría derivar a una dependencia de un concepto fuerte de verdad, no compatible con la complejidad de la sociedad actual.

En tercero, habría que estudiar su incompatibilidad con comportamientos artísticos de corte político que, manteniendo algunas premisas como la elección de un telos, poseen algunas características que pueden entrar en conflicto con el «desinterés» kantiano; sin caer por ello en la indiferenciación mediática, como se deduce del libro de Jiménez.

Por último, surgen otras cuestiones: si consideramos que existen obras de arte complacientes o que incluso crean paraísos de consuelo, ¿todas las imágenes artísticas son capaces de propiciar esa ruptura en el continuo global de la imagen?, y, sobre todo, ¿esa discontinuidad producida por el carácter crítico de la imagen la pueden ejercer sólo imágenes artísticas o existe otro tipo de imágenes o acciones críticas capaces de ello?

Un caso que puede ilustrar la no exclusividad de las imágenes artísticas para producir crítica es la famosa fotografía de Kevin Carter de la niña famélica de Sudán del Sur con un buitre a sus espaldas esperando su momento. Sería una imagen mediática o masiva, sin embargo, es capaz de generar conocimiento y conseguir interrumpir el flujo al construir una pregunta en el espectador, incluso si la intención del autor era meramente comunicativa y estaba marcada por la indiferencia.

En cualquier caso, necesitamos pensar la atmósfera en la que nos desarrollamos vitalmente. Para ello, el gran valor de Crítica del mundo imagen reside en reclamar la necesidad de criticar y cuestionar la imagen envolvente dominante, un paso cardinal para lograr un extrañamiento o «distancia» difícil de conseguir desde el interior de la ciberesfera.

Necesidad de interrupción y recepción en estado de distracción

Establecida la duda sobre la exclusividad de las imágenes artísticas para interrumpir el continuo de imágenes, se podrían presentar otras formas. Una podría ser la «interferencia», incluso en otros ámbitos de creación, como el sonoro. Pensemos en la célebre retransmisión radiofónica de La guerra de los mundos (1938), por parte de Orson Welles, o Noticias en Tierra de Nadie (2003), de José Iges  y Concha Jerez.

Estas interrupciones entran en el terreno del fake, no dependiendo su valor –ni su intención– de la veracidad del contenido, sino del carácter reflexivo, irónico y metanarrativo activado por estas ficciones. Es decir, de nuevo la clave de la obra reside en su capacidad crí tica, pues genera sospechas sobre la credibilidad de las fuentes que nos informan a diario.

Interrupciones similares podrían identificarse en otras estrategias para la producción artística, como la intermitencia o el bucle, que contribuyen a establecer el campo de reflexión en las formas de percepción del espectador contemporáneo, como ya advirtió Benjamin.

En la línea de la foto de Carter, encontramos lo que Vicente Sánchez-Biosca ha llamado «imágenes indómitas», fotografías caracterizadas por su violencia; de los vídeos del Dáesh a campos de concentración. Su divulgación busca el shock del espectador para iniciar una «pedagogía del horror», tras observar lo opuesto de lo que deberían promulgar referencias positivas, como los Derechos Humanos. Estas imágenes podrían poseer la dimensión mimética y de pretensión de verdad 6 reivindicadas por Jiménez, pero no su valor artístico, constituyendo una estrategia más centrada en lo emocional (visceral e inmediata) que en la activación de un proceso crítico.

Aun así, podría ser una vía más para despertarnos de ese continuum en el que permaneceremos mientras seamos sujetos pasivos. De hecho, ¿esta pasividad supone nuestra sumisa distracción? Se suele considerar que   existe una conexión entre falta de atención y acomodo, como consecuencia de la realización de tareas ligadas a la costumbre. Benjamin también reconoció que la persona distraída se suele apoltronar con mayor facilidad, sin embargo, propuso considerar la distracción en otro sentido, resultando esencial para la configuración de la subjetividad moderna. En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica introdujo un concepto no exento de ambigüedad: «recepción en estado de distracción», como un tipo de comunicación entre la obra de arte y el  inconsciente.

En primer lugar, cabe matizar un aspecto: Benjamin habla de «arte», si bien se refiere especialmente a imágenes no auráticas; es decir, en términos de Jiménez, podría ser problemático hablar de singularidad, identificándose con la imagen mediática, si bien las consecuencias de su uso parecen ser las que Jiménez atribuye a las imágenes artísticas. En este contexto, el uso de estas imágenes podría suponer el impulso de una actitud crítica, combatiendo otras que manipulan al individuo.

De esta manera, el «inconsciente óptico» permitiría fijar en nuestro imaginario experiencias que conscientemente pasaron inadvertidas, con un fin: establecer las condiciones de posibilidad para un cambio social, creando un espacio cognitivo para la desvinculación de la ideología 7. Lo importante en este punto es entender la orientación del arte a una función emancipadora. Lo convierte así en un antídoto contra la propaganda dominante, evitando así la desaparición del sujeto en la masa.

 Esta redención de los problemas detectados en su tiempo se puede entender mejor con un ejemplo: Tiempos modernos (1936) [Fig. 5], de Charles Chaplin, donde se reflexiona sobre la posibilidad de una recepción en estado de distracción de aquello que supone el capitalismo, para desencadenar procesos de conciencia que lleven   a comportamientos de resistencia. Por tanto, la distracción, más que una dimensión perceptiva, es aquello que permite que aparezca la «distancia» de la ideología (Benediktsson, 2010, pp. 111-149). Es otra forma, pues, de teoría crítica, capaz de ocasionar otro modo de «interrupción». 

Figura 5. Chaplin, C. (Director) (1936). Tiempos Modernos [Fotograma de la película]. Charles Chaplin Productions.

De esta manera, lo relevante es la finalidad que subyace en la elaboración de un modelo de construcción social en el que median imágenes como transmisoras de conocimiento, siendo político el nivel en el que se sitúa la discusión. Aun así, se le podría criticar que su posicionamiento también es ideológico y que la neutralidad ideológica es difícilmente asumible, sin embargo, hay que reconocer que su virtud reside en trasladar la investigación al escenario de lo público para establecer una reveladora dialéctica entre el yo y aquello que predomina en la colectividad, justo en un ámbito de experiencia estética, donde tradicionalmente se encuentra el sentimiento de comunidad o el reconocimiento mutuo en un orden grupal. Dicho de otro modo, los casos especificados en este último apartado pasan a ser dispositivos que sirven para desactivar la esfera política predominante, su influyente utilidad y el modelo de consumo que ha normalizado.

Entre las consecuencias que se podrían derivar de ello, está la fragmentación de la homogeneización cultural, pues favorecería la diferencia de lo común y la multiplicación de escenarios donde antes sólo había una corriente única. Asimismo, las obras que generan «interrupción» dejan de ser cómplices del sistema social predominante y, por derivación, de su supeditación al mercado –es decir, a su reducción como forma-mercancía dentro del sistema del arte– como principal mecanismo de legitimación de su valor, siendo su carácter de ruptura el que pasaría a ser reconocido en primer lugar.

De esta manera, reaparecería un nuevo sentido de «utilidad» de las obras, si bien no plegado a los intereses productivos señalados con anterioridad. Se identifican entonces estrategias y desplazamientos del valor de la obra, que plantearían fisuras en la esfera pública, escapando así de la industria cultural, para abrirse a otros territorios donde están en juego cuestiones como la libertad individual y el replanteamiento de otras formas de comunicación. Esto podría modificar también la visión sobre la tecnología, sobre todo si se regresa al carácter utópico de los inicios académicos de Internet, basado en la libre compartición del conocimiento, no mediada por grandes intereses económicos.

De ser así, se multiplicarían los imaginarios y las esferas de experiencia, horizontes no exentos de contradicciones y perplejidad, pero donde se podría hallar una reflexión orientada a la praxis, artística y social, capaz de aportar cierta lucidez allende la mera productividad.

  1. Se podría discutir si «función» y «utilidad» son equivalentes, matizando que, en una sociedad compleja, la utilidad va más allá de la función.
  2. No obstante, cabe matizar que –para Han– lo importante no es tanto  la aceleración como la dispersión temporal y la percepción que tenemos de este tiempo atomizado y en el que no se puede experimentar duración  alguna. En este contexto se sufre una pérdida radical de espacio, tiempo y ser-con (Han, 2012 y 2015; Kagge, 2017).
  3. Los precedentes podrían ser experimentos fílmicos de Andy Warhol como Sleep (1963), de 6 horas de duración y a una velocidad de 16 fotogramas por segundo, en vez de los 24 habituales, o Empire (1964), de 8 horas  de duración (Martín Prada, 2012, pp. 58ss). Por otro lado, hay autores que nos obligan a una contemplación diferente, pausada, como la audioguía  de Isidoro Valcárcel Medina para Otoño de 2009 en el MNCARS, una pieza inapreciable para quien tenga alma de turista o carezca del tiempo para apreciar el detalle (Medina, 2009).
  4. (Medina, 2021, pp. 187-269), donde se exponen las oportunidades del  panorama digital, pero también el clima de intemperies que supone para muchos la transición digital, identificado como un malestar motivado por fenómenos como el control y la manipulación masivos o la creciente desinformación.
  5. En esta obra estudian los cambios sociales en el paso de las salas de cine a las pantallas actuales; por otro lado, en (Lipovetsky y Serroy, 2014) diagnostican cómo las pantallas propician un capitalismo hipermoderno. En efecto, ya lo decía Nicholas Mirzoeff al final del milenio: «La vida moderna se desarrolla en la pantalla» (2003, p. 17).
  6. Son consideradas primordiales «para comprender la naturaleza de las acciones criminales y brindan claves que no pueden ser obtenidas de ninguna otra fuente» (Sánchez-Biosca, 2021, p. 27).
  7. Sobre la vulnerabilidad de las masas, existe cierto paralelismo con los textos sobre el kitsch de Hermann Broch, quien se centra más en la dimensión formal y ética de las estrategias de comunicación de masa. El  austríaco no entiende el kitsch como mal gusto, sino como la voluntad de producir el «efecto» bello, intuyendo el peligro que supone este producto  atractivo; un ejemplo de ello podrían ser las obras de Leni Riefenstahl (Broch, 1974).

Referencias

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